9/10/09

Fase 2: Un instituto de locos


Martin se despertó vestido como de costumbre y con una mochila de excursionista en la espalda, sentado en un banco naranja de un pasillo de su instituto. Abrió del todo los ojos y se buscó el localizador rojo en su hombro, pero no estaba. Se quitó el polo para buscarlo, pero no encontró ni el localizador ni ninguna marca de extracción característica de la brutalidad policial. Se quedó mirando al horizonte, evidentemente decepcionado ante su fracaso en su auto-exanimación, y reaccionó cuando se percató de que un par de chicas de su instituto estaban mirándole como se mira a un animal muy enfermo. Realmente su aspecto era inquietante, pues había conseguido quitarse el polo sin quitarse la mochila, y parecía un guiri desorientado que no encuentra el concierto y se ha perdido en la ciudad. Se tuvo que quitar la mochila para volver a ponerse el polo.

Avanzó por el conocido pasillo, y vio un cartel amarillo con letras de color púrpura que ponía: “ME LO PASO BIEN EN MI INSTITUTO”, encima de la ilustración de un cangrejo cubista. Pensó que sería alguna extraña jornada de quedarse a dormir en el instituto, aunque no le encontraba mucho sentido. Siguió avanzando buscando a alguien conocido, en concreto la única persona con la que hablaba, su amigo Roger, pero no lo vio.

Llegó un rato después a la última planta, donde estaba todo el mundo, y le preguntó a una monitora encargada de cuidar de un alumno minusválido donde tenía que ir. La chica contestó: “tienes que ir a tu habitación”. Martin contestó educadamente: “para serte sincero, no me has ayudado en absoluto.” La chica, evidentemente ofendida, se largó. Martin decidió seguirla, y al cabo de un rato llegó a una sala que ponía: “Habitaciones”, y dibujada una cuchara con pinchos. La distribución era realmente caótica, pues habían muchos pasillos, y las únicas indicaciones que habían eran unos carteles donde aparecía un chico, para las habitaciones de chicos, o una chica, para las de chicas. Contribuyó a la desorientación de Martin el hecho de que también hubieran carteles donde salían un chico y una chica, dos chicos y seis chicas, un chico y un perro, o interrogantes de diferentes formas y tamaños. Al final, sin saber muy bien como, Martin encontró su habitación, o al menos lo dedujo al entrar en una reducida sala cuadrada, donde habían 4 camas ocupadas y una libre. Había una cama tocando a la pared, más elevada que el resto, y al lado habían dos camas individuales unidas, un espacio con una papelera metálica y otras tres camas individuales unidas.. Los compañeros de habitación asignados eran sus compañeros de instituto, con los cuales no intercambiaba palabra desde que empezó el curso, y pensó: “Van a ser unas colonias interesantes”.

Horas más tarde, Martin tenía mucha hambre, y se dirigió al comedor. Habían dos puertas para entrar a dos comedores diferentes. En una había colocado un cartel con un pulpo fumando una pipa y luciendo un gorro de marinero, y en la otra ponía “Asociación de Estudiantes de Psicología”. Martin no se sentía identificado con ningún cartel, aunque le hizo mucha gracia el pulpo, así que entro en esa puerta. Martin comprendió su error enseguida, pues ese era el comedor de las personas mayores, y allí estaban todos los profesores comiendo: lo descubrirían, pues los alumnos no pueden comer en ese comedor. Martin se fijó en el comedor desde el marco de la puerta: lleno de bancos, mesas y otros muebles rústicos, la estancia estaba iluminada por lámparas de pie clásicas, y en la sala había una escalera en medio rodeada de mesas con ruedas repletas de bandejas para servirse abundante comida. Había patatas con kétchup, espaguetis, Alitas de pollo rebozadas, arroz frito tres delicias, comida india y unos apetitosos bollos rellenos de chocolate. Martin se obsesionó enseguida con la idea de poseer un delicioso bollito de esos e introducírselo en la boca con el fin de digerirlo, así que decidió colarse en la sala. Para ello necesitaba un plan, y pensó que sería una genial idea disfrazarse de viejo. Después de ejecutar tal pensamiento, entró en la sala. Martin estaba totalmente convencido de que iba vestido como un viejo, pero lo cierto es que iba vestido con sus pantalones, sus zapatillas, su sudadera de nirvana (El polo estaba lavándose) y no llevaba ningún tipo de disfraz en la cara: Tenía un aspecto normal, incluso para él. Pero nadie pareció darse cuenta, o a nadie le importó. Enseguida tenía un plato lleno de patatas fritas, y cuando se dirigió a por su objetivo principal, los bollitos, algo se lo impidió. Ese algo era su profesor de historia del arte, Ramón. Ramón le dijo: “Te insto a que te sientes con nosotros”, señalando a la mesa de los profesores de arte, que saludaron al unísono. Martin no tuvo más remedio que acatar la cordial petición. Se sentó y pidió kétchup para sus patatas, aunque se percató de que estaba hablando con su voz normal y volvió a pedir kétchup para sus patatas, pero esta vez con voz de viejo pueblerino, harto forzada. Sin levantar la vista de las patatas, Martin no paraba de mezclarlas con el kétchup, mientras toda la mesa lo contemplaba. Ramón le dijo: “Usted me suena mucho, muy señor mío”. Martin le contestó con voz normal: “Soy un viejo estándar, señor Ramón”. Martin pensó: “¿Y cómo actúan los viejos estándar?” y se contestó a sí mismo: “Los viejos estándar se quejan por todo, porque son socialmente intocables” y rápidamente exclamó golpeando duramente el suelo con un bastón imaginario: “¡Ai!, ¡estas patatas tienen mucho Kéeeetchup!”, con voz de viejo y acento conquense ultra-forzado. Martin estaba sudando, y se alarmó cuando una gota de kétchup le manchó la sudadera de nirvana. Martin estaba seguro de que iba disfrazado de viejo, pero después de aquel acontecimiento, su seguridad decreció.

A Martin le pareció oír una ligera risa en la mesa de al lado, mientras levantó la vista hacia el severo ruido que generó una horda de vagabundos que intentaban comer gratis. Martin siguió con su infalible estrategia de camuflaje y gritó “¡Yo quería bollitos, puta crisis!”. Martin se sentía estúpido y la característica paranoia de la gente drogada lo atormentaba. Martin sospechaba que lo habían descubierto hace rato, y cuando la profesora que comía al lado de Ramón le dijo sin mirarle a los ojos: “Te hemos descubierto hace rato”, esa sospecha se confirmó. Martin se levantó, y Ramón también. Entró en la sala un par de alumnas, entre ellas “La Gran M”, una chica por la cual Martin sentía un interés descomunal. Ramón convirtió entonces a Martin en un gigante, y vio como se elevaba sobre todos y su cuerpo crecía y sus manos se engrandaban. Martin supuso que era el castigo por hacerse pasar con tanta maestría por un viejo, y puso cara de Póker.

Días más tarde, Martin se levantó de golpe de su cama y dijo, completamente solo: “Problemas a raudales”. Martin no sabía muy bien el porqué de aquel acto, y se dedicó a examinar su situación: Se encontraba en una habitación pequeña, quizás de su casa. Vio la maleta en el suelo: seguía en el instituto, pero no dormía en la habitación que le correspondía. Recordó las aburridas actividades programadas de días anteriores en el instituto, y su soledad, y que, en las cortas visitas a su habitación oficial, había oído rumores de un asesinato.

El asesinato no preocupaba en exceso a Martin, pero si su olor corporal, por lo que decidió ducharse. Martin se dirigió a la ducha con una camiseta interior de tirantes, unos calzoncillos largos de rayas, caminando en calcetines y con una toalla y un neceser. Por el camino se encontró a un perro. Martin le dio los buenos días y siguió caminando por el pasillo, con su neceser y toalla en la mano. Martin entró en la ducha, identificada por un ilustrativo cartel de una morsa al revés, y se empezó a duchar. El agua estaba fría a mansalva. Oyó en las duchas de al lado a dos compañeros de habitación suyos, que hablaban sobre cuál de los dos había robado más en el Sorli Discau de delante del instituto. Martin recordó su experiencia anterior (real o no) con el hurto en supermercados, y también consideró las consecuencias que podía acarrear tal comportamiento, y decidió que tenía que intervenir.

Tras largos minutos de de infalible y soporífero discurso a sus compañeros de habitación, estos, hartos de oírlo, de dieron la razón: “Esta bien joder, nos deshacemos de lo que hemos robado, pero cállate la puta boca de una puta vez”. Martin, completamente desorientado, dijo: “Muy bien”. Después de tirar varias cosas a la basura de otra habitación, aunque la mayoría de las cosas robadas ya se las habían comido, le contaron a Martin que a lo mejor habían escondido algo en su mochila. Martin se sintió ofendido y a la vez agradecido de que le dejaran participar, y fue a buscar su mochila. Allí encontró una botella de agua pequeña llena de gasolina. Miró a sus compañeros ladrones y les dijo con desprecio: “¿Era realmente necesario robar esto?”. Martin y algunos de sus compañeros de habitación se fueron a la terraza a tirar la gasolina. A la terraza se accedía por un pasillo bastante largo con el techo y la mitad de las paredes cubiertas por ventanas, era como un puente que unía el edificio principal con la terraza al aire libre, una pequeña galería. Al llegar a la terraza, Martin se dispuso a tirar la botella a la calle, pero pensó: “Quizás le doy a alguien”. Así que detuvo el movimiento de tomar impulso para lanzar, y en vez de tirarla a la calle, la dejo caer a un patio repleto de plantas a la derecha de la terraza. Pensó “Y todos contentos”, pero no vio que en ese patio había un hombre calvo con bigote y gafas de sol durmiendo, que se despertó y miro a los ojos a Martin. Martin dijo: “Que pasa “C”, hola”. Y el señor miró al suelo donde Martin había arrojado la botella. Martin dijo “Lo siento, se me ha caído, pero puede quedársela: vale dinero”. Martin no sabía que la botella se había abierto al caer, y que el hostil vecino creía que Martin quería quemar su patio. Así que el vecino dijo: “¿Con que quieres quemar mi patio eh? Te voy a dar yo a ti patio, jodido comunista anti-boloña” y pulsó un botón, accionando un mecanismo que hacia bajar el seto que dividía la terraza del instituto de Martin con el patio del señor. Aún así, había una diferencia de altura, y al señor solo se le veía la calva. Pero luego asomó también una especie de manguera-soplete, y el vecino empezó a lanzar llamas a discreción, sin mucho acierto. Martin estaba sobresaltado, y empezó a gritar “¡Fuego! ¡Fuego! ¡Jodido Fuego!”. Sin embargo, un compañero de Martin accionó el mismo mecanismo desde la terraza, y el seto se volvió a levantar. Martin seguía con el pulso acelerado ante tantas emociones, y se apoyo en el extremo opuesto de la barandilla. Sus compañeros se marcharon, pero Martin se quedó descansando. Ese lado de la terraza daba al edificio del instituto, y abajo había un mini-patio interior, que solo se podía ver desde la terraza. Martin miró y vio en el fondo un cadáver de mujer. Martin se quedó mirándolo un rato, y decidió ir a hablar con sus compañeros sobre asesinatos. Mientras se proponía irse, vio en la barandilla algo sorprendente: un extraño mosquito, de color azul turquesa. El mosquito era muy grande, como una abeja, pero tenía la amenazadora morfología del mosquito. Llegó un segundo mosquito volando: su zumbido era infernal. El segundo mosquito se puso a copular con el primero. Mientras Martin seguía caminando lentamente para salir de la terraza, vio a un par de mosquitos más, todos grandes y azules, de aspecto muy mortífero y venenoso. Por precaución o por miedo, Martin echó a correr hacia la galería que conectaba su instituto con la terraza. Una vez dentro, cerró la puerta, y mientras recorría la galería, vio los cristales del techo y las paredes repletas de mosquitos. A Martin le empezó a picar todo el cuerpo psicosomáticamente y se le encendió “el cagómetro”.

Horas más tarde, Martin había advertido a los profesores de la amenaza. Había mucho ajetreo, todos estaban citados en sus respectivas aulas para una tutoría extraordinaria. Martin, con el jaleo, se había vuelto a perder, y no paraba de entrar en habitaciones que no eran la suya. A la habitación con el cartel de 8 chicas entró dos veces. Al final encontró su habitación y lo primero que hizo fue acercarse al compañero que anteriormente había accionado el mecanismo. Martin estaba casi seguro de que se llamaba Dani, y le dijo: “Escúchame, Mike. Como te habrás dado cuenta, llevo muchas noches sin dormir en la habitación con vosotros”. Dani contestó “No me había dado cuenta para nada”. Martin pensó “Que popular que soy” y prosiguió su charla: “Cuando llegue la policía, no me relacionéis con vuestro asesinato.”

Estaban todos reunidos en un aula, el ambiente era de emoción, no de miedo. Algunos caminaban, otros jugaban a cartas, otros dibujaban en la pizarra a Hitler, otros corrían, y un par de alumnos se habían puesto cascos de moto y se embestían como animales. El tutor decía: “Bien chicos, se ve que todo el país ha sido invadido por esta plaga de mosquitos. Son extremadamente venenosos, no es seguro estar en la calle para nada, la ciudad está en estado de emergencia”. Algunos alumnos hicieron la ola. El tutor siguió: “Por ello, en nuestra agenda de colonias vamos a hacer cambios en los horarios…” Martin interrumpió al profesor, se levantó, señaló a las ventanas y gritó “¡Hay horarios en las ventanas!”. Todos miraron a las ventanas y, efectivamente, habían mosquitos. Martin estaba casi seguro de que había gritado “mosquitos”, y no “horarios”. Quizás iba drogado. El tutor dijo: “Dimito” y todo el mundo empezó a gritar y a hacer mucho ruido gratuitamente, golpeando las mesas contra el suelo y rompiendo papeles y lanzándolos por los aires. Martin cogió por la solapa de la chaqueta a una chica que pasaba por su lado corriendo, la miró a los ojos y dijo: “Calma”. La chica le gritó algo que no se podía entender y siguió corriendo por el aula gritando “¡Calma!, ¡Calma!”…

Un rato después, debido a que alguna estúpida alumna de primero había roto una ventana, no se podía volver a las habitaciones, y evidentemente no se podía salir a la calle, así que estaban atrapados una inmensa multitud de alumnos en un pasillo más bien estrecho. Amontonados, el clima seguía siendo de tensión y emoción. Un compañero de habitación de Martin le dijo: “Van a relacionar la muerte de esa vagabunda con los mosquitos y no con los videojuegos violentos” y se frotó las manos mientras sonreía mostrando sus dientes blancos y brillantes. Martin consiguió sentarse en un banco. El ruido de las conversaciones, los gritos y las diversas canciones que la gente ponía en su móvil era hipnotizante. Algunos alumnos iban sin camiseta, y otros estaban haciendo un castillo humano. Un alumno llamado Alejandro al que Martin conocía un poco tenía un ordenador mac, y estaba poniendo música por Youtube. Música reggae. Martin pisó a unos cuantos alumnos que hacían la croqueta por el suelo y llegó hasta el ordenador, y le dijo a Alejandro: “Pon un juego que se llama The Unfair Platformer” y cogió y lo puso. Mientras se cargaba le dijo a él y a todos los que estaban mirando el ordenador: “Es el juego más difícil del mundo”. Cuando empezó a sonar la conocida canción del juego, Martin se dio cuenta de que había quitado la canción anterior, y educadamente le dio al botón de “Atrás” en el navegador safari.

Horas después, Martin estaba medio durmiendo en un banco y pensando “Lo más seguro es quedarse en el instituto”, cuando alguien gritó: “¡Ha empezado la guerra!”. Unos segundos de silencio para asimilar el mensaje precedieron a un gran grito de júbilo de la multitud, que empezaron a abrazarse y a bailar. Martin no entendía porque la guerra era concebida como una bendición, como algo a celebrar. De pronto un alumno que llevaba puesto un casco de moto gritó: “¡Vamos!”. Todos bajaron una escalera mientras cantaban canciones de aficiones de futbol, y llegaron a un sótano.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Por qué está escrito en diferentes fuentes?

Víctor dijo...

Lo siento.