9/10/09

Fase 5: La universidad del Hip-Hop


Martin cogió el dinero de la matricula y entró en el metro. Al cabo de un rato, llegó a la universidad del Hip-Hop. En el trayecto del metro, había practicado su coletilla, esa frase graciosa que repiten los personajes en las series como: Ai caramba, Excelente, ¡Toma pepino!, Váyase señor cuesta, Que follón, Vamos no me jodas, etc. Toda universidad necesita a un subnormal que diga su coletilla en los momentos clave, como cuando ponen un examen sorpresa, o cuando salen las notas de un trabajo. Martin había optado por llevarse las manos a ambos extremos de la cara, poner cara de asombro y decir: ¡Mamma mía!. Esa sería su coletilla. Llegó finalmente a la universidad del Hip-Hop y en secretaria un señor le dijo: el plazo de matricula ha acabado, no puedes matricularte, lo siento. Martin dijo: ¡Mamma mía!.

Fase 4: Un autobús peligroso


En efecto, las peculiares colonias finalizaron, y Martin salió por la puerta principal y vio en la entrada una larga cola de personas con papeles y fotos carnet tamaño din-a4 en las manos. Recordó que había empezado el período de matriculación, y que él debía matricularse en la universidad del Hip-Hop. De camino a su casa volvió caminando al lado de una compañera que por culpa de un error en el registro se llamaba “Halba”. Martin había practicado a menudo por las tardes para poder hablar con ella sin reírse por su estúpido nombre de bakala analfabeta, y pensó que sería productivo ponerlo en práctica practicando lo que los prácticos humanos llaman práctico arte de la conversación.

Se acercó y grito: ¡HOLA!, y la chica se sobresaltó en sobremanera. Martin había sido programado para hablar únicamente de lo último que había visto, oído o pensado, y le preguntó: ¿Tú sabes como funciona todo ese rollo de la matriculación?. La chica contestó: No… -¿Pero ya te has matriculado? –No… ¿Ah, te matriculas en septiembre? No…

Martin se sintió algo estúpido porque quizás la chica no había superado la prueba de aptitud funk para entrar en la universidad del Hip-Hop, y él estaba hurgando en la llaga. Martin dijo “llaga” en voz alta, y el resto de la conversación fue silencio. Incómodo silencio.

Por inercia, Martin siguió a la chica calle abajo y subió a un autobús. El conductor parecía inestable, cansado, viejo, moribundo y olía a cadáver de perro muerto por inhalación de hedor de perros muertos por la misma causa. El conductor extendió un brazo muy lentamente (Tardó casi 20 segundos) y señaló una placa metalizada que ponía: “Aceptamos dinero, sangre y diamantes”. Martin le dijo: ¿Aceptáis gratis? Y se coló.

Martin se sentó al lado de una chica con el pelo color naranja butano. La chica llevaba una camiseta de color verde con un texto de color violeta que ponía una frase divertida sobre guitarristas que no usan púa. Martin quiso ligar con la chica, y para romper el hielo dijo: “Lo que se llama "libre albedrío" es esencialmente la conciencia de la superioridad frente al que debe obedecer”. La chica se rió, pero se levantó y se cambió de asiento.

Martin aprovechó el asiento libre para extender un pequeño mantel y sacó de su mochila unas cuantas porciones de ricos sándwiches. La gente de su alrededor le preguntó si había picnic, pero él dijo que el picnic era a las 20:00. Un chico gótico le preguntó: ¿Y que hora es?. Martin miró por la ventana, y se había equivocado de autobús, estaba en el que subía, y no en el que bajaba. Martin le dijo al chico gótico: “Me he equivocado de autobús”

-“Pues corre, date prisa y bájate”. El autobús estaba parado con las puertas abiertas, y Martin se apresuró a recoger el picnic, se dirigió a las puertas para bajarse, pero antes se dio la vuelta y comunicó a todo el autobús (en su mayoría compañeros de clase) que el picnic se cancelaba. Cuando se volvió a girar hacia las puertas, estas estaban cerradas y el autobús en marcha. Se giró hacia el conductor para comunicarle que era un conductor pésimo y que encima olía a perro muerto, pero el conductor no estaba.

La situación era grave, el autobús avanzaba sin conductor, y para colmo se dirigía a un precipicio. Tuvo que pensar muy rápidamente para salvar a todo el autobús, y vio que en las puertas cerradas había un botón rojo a la altura de una patada. Martin dio una patada al botón y se abrieron las puertas, y en cada puerta había un paracaídas desplegado. Eso daría tiempo a todos a saltar del autobús sin control, evitarían el trágico y final desenlace mortal y él sería un héroe. Gritó: ¡Saltad! Y se tiró del autobús, sin hacerse ningún daño. Había cerrado los ojos, y cuando los abrió estaba desplegado sobre la hierba, pero a su lado solo se encontraba el chico gótico y otro tío: nadie había saltado del autobús. Vio como el autobús seguía su curso y en breves instantes lo vio desaparecer por el precipicio. Escuchó un coro de gritos que se desvaneció enseguida debido a la distancia, luego escuchó un horrible estruendo de metal golpeado contra una pared de roca e inmediatamente precedido por el fatídico ruido de una explosión, acompañado como no de una ligera vibración del suelo.

Martin estaba consternado. ¿Por qué nadie había saltado? ¿Habían preferido morir a hacerle caso?. Pensó en la gente que había muerto, y que nunca volverían a vivir, a existir, a realizar complejos procesos vitales, a reír, a pensar, a crear en ningún sentido… Pensó en las personas que conocía y que nunca volvería a ver, la chica que tanto le interesaba y que se llamaba M, la chica de la camiseta violeta y el pelo naranja. Martin consiguió aguantar el llanto mucho rato, las horas que paso inmóvil en la hierba, el trayecto de vuelta a casa, la noche, el día siguiente, y el siguiente, y el otro.

Después no pudo seguir conteniéndolo y lloró, y luego terminó de llorar y fue a matricularse a la universidad del Hip-Hop.

Fase 3: El túnel de la guerra


Las escaleras daban a una plataforma elevada con escaleras a los lados que permitían un acceso al polémico nivel inferior. Desde esa plataforma se veía el nivel inferior. Se trataba de un túnel, como un túnel de metro, con el suelo cubierto por unos dedos de agua, y cuyo final no se podía ver. El Túnel estaba artificialmente iluminado por bombillas de bajo consumo, y en el túnel se estaba desenvolupando la guerra. Se podían ver mossos de escuadra dirigiéndose al fondo del túnel, junto a tanques, militares a pie, militares a caballo, elefantes de guerra, milicianos de guerra, mercenarios, hombres-rata y muchos seres bélicos que la imaginación de Martin había visualizado anteriormente.

Todo el mundo estaba visiblemente emocionando, y algunos se abrazaban. La chica que interesaba tanto a Martin estaba intentándose hacer una foto ella misma con una cámara réflex para tener un recuerdo, pues desde la plataforma se podía ver la guerra de fondo. Al ver que le resultaba difícil hacerse la foto a ella misma, a Martin se le ocurrió la mejor idea del mundo, y le dijo: “Ei M si quieres te hago yo la foto”. Ella le contestó “Muchas gracias” y le dio la cámara. Martin enfocó y intentó encuadrar a la preciosa chica con el fondo de manera que se viera bien y ella pensara “Joder, que buena foto”. Estaba a punto de hacer la foto, y la chica hizo una postura adorable, y luego hizo una parida. Martin se rió y la foto salió mal. Dijo “No hagas tonterías” mientras sonreía y se preparaba para repetir la foto. Martin dijo esa última frase con un tono de voz muy flojo y extraño, producto de los nervios. La volvió a hacer, pero salió movida. Martin dijo: “Espera, es que ha vuelto a salir mal”. Ella dijo “Vengaaa…”. Martin hizo la tercera foto, y salió movida. Miró el programa de la cámara, y vio que estaba en función “MMS”. Le dijo: “¿Por qué lo tienes en modo MMS?” y volvió a hacer la foto. Volvió a salir mal. Ella empezó a mirar raro a Martin, pero aún así sonrió para la foto en la siguiente ocasión, que también salió mal. Martin pensó “Joder la estoy cagando y mucho”. Martin sintió una angustia enorme, la más grande que podía haber sentido en su vida. La última foto salió bien, pero incomprensiblemente, Martin vio como en la previsualización no se veía de fondo la guerra, sino un parque. Martin no entendía porque cojones salía un parque asqueroso. Martin tenía ganas de llorar, y le devolvió la cámara a la chica, que lo miraba raro. Martin, desde el fondo de su corazón, consiguió decir con voz quebrada: “Lo siento, no sé hacer fotos…”. Martin pensó: “Fracaso hasta en mis sueños”.

Fase 2: Un instituto de locos


Martin se despertó vestido como de costumbre y con una mochila de excursionista en la espalda, sentado en un banco naranja de un pasillo de su instituto. Abrió del todo los ojos y se buscó el localizador rojo en su hombro, pero no estaba. Se quitó el polo para buscarlo, pero no encontró ni el localizador ni ninguna marca de extracción característica de la brutalidad policial. Se quedó mirando al horizonte, evidentemente decepcionado ante su fracaso en su auto-exanimación, y reaccionó cuando se percató de que un par de chicas de su instituto estaban mirándole como se mira a un animal muy enfermo. Realmente su aspecto era inquietante, pues había conseguido quitarse el polo sin quitarse la mochila, y parecía un guiri desorientado que no encuentra el concierto y se ha perdido en la ciudad. Se tuvo que quitar la mochila para volver a ponerse el polo.

Avanzó por el conocido pasillo, y vio un cartel amarillo con letras de color púrpura que ponía: “ME LO PASO BIEN EN MI INSTITUTO”, encima de la ilustración de un cangrejo cubista. Pensó que sería alguna extraña jornada de quedarse a dormir en el instituto, aunque no le encontraba mucho sentido. Siguió avanzando buscando a alguien conocido, en concreto la única persona con la que hablaba, su amigo Roger, pero no lo vio.

Llegó un rato después a la última planta, donde estaba todo el mundo, y le preguntó a una monitora encargada de cuidar de un alumno minusválido donde tenía que ir. La chica contestó: “tienes que ir a tu habitación”. Martin contestó educadamente: “para serte sincero, no me has ayudado en absoluto.” La chica, evidentemente ofendida, se largó. Martin decidió seguirla, y al cabo de un rato llegó a una sala que ponía: “Habitaciones”, y dibujada una cuchara con pinchos. La distribución era realmente caótica, pues habían muchos pasillos, y las únicas indicaciones que habían eran unos carteles donde aparecía un chico, para las habitaciones de chicos, o una chica, para las de chicas. Contribuyó a la desorientación de Martin el hecho de que también hubieran carteles donde salían un chico y una chica, dos chicos y seis chicas, un chico y un perro, o interrogantes de diferentes formas y tamaños. Al final, sin saber muy bien como, Martin encontró su habitación, o al menos lo dedujo al entrar en una reducida sala cuadrada, donde habían 4 camas ocupadas y una libre. Había una cama tocando a la pared, más elevada que el resto, y al lado habían dos camas individuales unidas, un espacio con una papelera metálica y otras tres camas individuales unidas.. Los compañeros de habitación asignados eran sus compañeros de instituto, con los cuales no intercambiaba palabra desde que empezó el curso, y pensó: “Van a ser unas colonias interesantes”.

Horas más tarde, Martin tenía mucha hambre, y se dirigió al comedor. Habían dos puertas para entrar a dos comedores diferentes. En una había colocado un cartel con un pulpo fumando una pipa y luciendo un gorro de marinero, y en la otra ponía “Asociación de Estudiantes de Psicología”. Martin no se sentía identificado con ningún cartel, aunque le hizo mucha gracia el pulpo, así que entro en esa puerta. Martin comprendió su error enseguida, pues ese era el comedor de las personas mayores, y allí estaban todos los profesores comiendo: lo descubrirían, pues los alumnos no pueden comer en ese comedor. Martin se fijó en el comedor desde el marco de la puerta: lleno de bancos, mesas y otros muebles rústicos, la estancia estaba iluminada por lámparas de pie clásicas, y en la sala había una escalera en medio rodeada de mesas con ruedas repletas de bandejas para servirse abundante comida. Había patatas con kétchup, espaguetis, Alitas de pollo rebozadas, arroz frito tres delicias, comida india y unos apetitosos bollos rellenos de chocolate. Martin se obsesionó enseguida con la idea de poseer un delicioso bollito de esos e introducírselo en la boca con el fin de digerirlo, así que decidió colarse en la sala. Para ello necesitaba un plan, y pensó que sería una genial idea disfrazarse de viejo. Después de ejecutar tal pensamiento, entró en la sala. Martin estaba totalmente convencido de que iba vestido como un viejo, pero lo cierto es que iba vestido con sus pantalones, sus zapatillas, su sudadera de nirvana (El polo estaba lavándose) y no llevaba ningún tipo de disfraz en la cara: Tenía un aspecto normal, incluso para él. Pero nadie pareció darse cuenta, o a nadie le importó. Enseguida tenía un plato lleno de patatas fritas, y cuando se dirigió a por su objetivo principal, los bollitos, algo se lo impidió. Ese algo era su profesor de historia del arte, Ramón. Ramón le dijo: “Te insto a que te sientes con nosotros”, señalando a la mesa de los profesores de arte, que saludaron al unísono. Martin no tuvo más remedio que acatar la cordial petición. Se sentó y pidió kétchup para sus patatas, aunque se percató de que estaba hablando con su voz normal y volvió a pedir kétchup para sus patatas, pero esta vez con voz de viejo pueblerino, harto forzada. Sin levantar la vista de las patatas, Martin no paraba de mezclarlas con el kétchup, mientras toda la mesa lo contemplaba. Ramón le dijo: “Usted me suena mucho, muy señor mío”. Martin le contestó con voz normal: “Soy un viejo estándar, señor Ramón”. Martin pensó: “¿Y cómo actúan los viejos estándar?” y se contestó a sí mismo: “Los viejos estándar se quejan por todo, porque son socialmente intocables” y rápidamente exclamó golpeando duramente el suelo con un bastón imaginario: “¡Ai!, ¡estas patatas tienen mucho Kéeeetchup!”, con voz de viejo y acento conquense ultra-forzado. Martin estaba sudando, y se alarmó cuando una gota de kétchup le manchó la sudadera de nirvana. Martin estaba seguro de que iba disfrazado de viejo, pero después de aquel acontecimiento, su seguridad decreció.

A Martin le pareció oír una ligera risa en la mesa de al lado, mientras levantó la vista hacia el severo ruido que generó una horda de vagabundos que intentaban comer gratis. Martin siguió con su infalible estrategia de camuflaje y gritó “¡Yo quería bollitos, puta crisis!”. Martin se sentía estúpido y la característica paranoia de la gente drogada lo atormentaba. Martin sospechaba que lo habían descubierto hace rato, y cuando la profesora que comía al lado de Ramón le dijo sin mirarle a los ojos: “Te hemos descubierto hace rato”, esa sospecha se confirmó. Martin se levantó, y Ramón también. Entró en la sala un par de alumnas, entre ellas “La Gran M”, una chica por la cual Martin sentía un interés descomunal. Ramón convirtió entonces a Martin en un gigante, y vio como se elevaba sobre todos y su cuerpo crecía y sus manos se engrandaban. Martin supuso que era el castigo por hacerse pasar con tanta maestría por un viejo, y puso cara de Póker.

Días más tarde, Martin se levantó de golpe de su cama y dijo, completamente solo: “Problemas a raudales”. Martin no sabía muy bien el porqué de aquel acto, y se dedicó a examinar su situación: Se encontraba en una habitación pequeña, quizás de su casa. Vio la maleta en el suelo: seguía en el instituto, pero no dormía en la habitación que le correspondía. Recordó las aburridas actividades programadas de días anteriores en el instituto, y su soledad, y que, en las cortas visitas a su habitación oficial, había oído rumores de un asesinato.

El asesinato no preocupaba en exceso a Martin, pero si su olor corporal, por lo que decidió ducharse. Martin se dirigió a la ducha con una camiseta interior de tirantes, unos calzoncillos largos de rayas, caminando en calcetines y con una toalla y un neceser. Por el camino se encontró a un perro. Martin le dio los buenos días y siguió caminando por el pasillo, con su neceser y toalla en la mano. Martin entró en la ducha, identificada por un ilustrativo cartel de una morsa al revés, y se empezó a duchar. El agua estaba fría a mansalva. Oyó en las duchas de al lado a dos compañeros de habitación suyos, que hablaban sobre cuál de los dos había robado más en el Sorli Discau de delante del instituto. Martin recordó su experiencia anterior (real o no) con el hurto en supermercados, y también consideró las consecuencias que podía acarrear tal comportamiento, y decidió que tenía que intervenir.

Tras largos minutos de de infalible y soporífero discurso a sus compañeros de habitación, estos, hartos de oírlo, de dieron la razón: “Esta bien joder, nos deshacemos de lo que hemos robado, pero cállate la puta boca de una puta vez”. Martin, completamente desorientado, dijo: “Muy bien”. Después de tirar varias cosas a la basura de otra habitación, aunque la mayoría de las cosas robadas ya se las habían comido, le contaron a Martin que a lo mejor habían escondido algo en su mochila. Martin se sintió ofendido y a la vez agradecido de que le dejaran participar, y fue a buscar su mochila. Allí encontró una botella de agua pequeña llena de gasolina. Miró a sus compañeros ladrones y les dijo con desprecio: “¿Era realmente necesario robar esto?”. Martin y algunos de sus compañeros de habitación se fueron a la terraza a tirar la gasolina. A la terraza se accedía por un pasillo bastante largo con el techo y la mitad de las paredes cubiertas por ventanas, era como un puente que unía el edificio principal con la terraza al aire libre, una pequeña galería. Al llegar a la terraza, Martin se dispuso a tirar la botella a la calle, pero pensó: “Quizás le doy a alguien”. Así que detuvo el movimiento de tomar impulso para lanzar, y en vez de tirarla a la calle, la dejo caer a un patio repleto de plantas a la derecha de la terraza. Pensó “Y todos contentos”, pero no vio que en ese patio había un hombre calvo con bigote y gafas de sol durmiendo, que se despertó y miro a los ojos a Martin. Martin dijo: “Que pasa “C”, hola”. Y el señor miró al suelo donde Martin había arrojado la botella. Martin dijo “Lo siento, se me ha caído, pero puede quedársela: vale dinero”. Martin no sabía que la botella se había abierto al caer, y que el hostil vecino creía que Martin quería quemar su patio. Así que el vecino dijo: “¿Con que quieres quemar mi patio eh? Te voy a dar yo a ti patio, jodido comunista anti-boloña” y pulsó un botón, accionando un mecanismo que hacia bajar el seto que dividía la terraza del instituto de Martin con el patio del señor. Aún así, había una diferencia de altura, y al señor solo se le veía la calva. Pero luego asomó también una especie de manguera-soplete, y el vecino empezó a lanzar llamas a discreción, sin mucho acierto. Martin estaba sobresaltado, y empezó a gritar “¡Fuego! ¡Fuego! ¡Jodido Fuego!”. Sin embargo, un compañero de Martin accionó el mismo mecanismo desde la terraza, y el seto se volvió a levantar. Martin seguía con el pulso acelerado ante tantas emociones, y se apoyo en el extremo opuesto de la barandilla. Sus compañeros se marcharon, pero Martin se quedó descansando. Ese lado de la terraza daba al edificio del instituto, y abajo había un mini-patio interior, que solo se podía ver desde la terraza. Martin miró y vio en el fondo un cadáver de mujer. Martin se quedó mirándolo un rato, y decidió ir a hablar con sus compañeros sobre asesinatos. Mientras se proponía irse, vio en la barandilla algo sorprendente: un extraño mosquito, de color azul turquesa. El mosquito era muy grande, como una abeja, pero tenía la amenazadora morfología del mosquito. Llegó un segundo mosquito volando: su zumbido era infernal. El segundo mosquito se puso a copular con el primero. Mientras Martin seguía caminando lentamente para salir de la terraza, vio a un par de mosquitos más, todos grandes y azules, de aspecto muy mortífero y venenoso. Por precaución o por miedo, Martin echó a correr hacia la galería que conectaba su instituto con la terraza. Una vez dentro, cerró la puerta, y mientras recorría la galería, vio los cristales del techo y las paredes repletas de mosquitos. A Martin le empezó a picar todo el cuerpo psicosomáticamente y se le encendió “el cagómetro”.

Horas más tarde, Martin había advertido a los profesores de la amenaza. Había mucho ajetreo, todos estaban citados en sus respectivas aulas para una tutoría extraordinaria. Martin, con el jaleo, se había vuelto a perder, y no paraba de entrar en habitaciones que no eran la suya. A la habitación con el cartel de 8 chicas entró dos veces. Al final encontró su habitación y lo primero que hizo fue acercarse al compañero que anteriormente había accionado el mecanismo. Martin estaba casi seguro de que se llamaba Dani, y le dijo: “Escúchame, Mike. Como te habrás dado cuenta, llevo muchas noches sin dormir en la habitación con vosotros”. Dani contestó “No me había dado cuenta para nada”. Martin pensó “Que popular que soy” y prosiguió su charla: “Cuando llegue la policía, no me relacionéis con vuestro asesinato.”

Estaban todos reunidos en un aula, el ambiente era de emoción, no de miedo. Algunos caminaban, otros jugaban a cartas, otros dibujaban en la pizarra a Hitler, otros corrían, y un par de alumnos se habían puesto cascos de moto y se embestían como animales. El tutor decía: “Bien chicos, se ve que todo el país ha sido invadido por esta plaga de mosquitos. Son extremadamente venenosos, no es seguro estar en la calle para nada, la ciudad está en estado de emergencia”. Algunos alumnos hicieron la ola. El tutor siguió: “Por ello, en nuestra agenda de colonias vamos a hacer cambios en los horarios…” Martin interrumpió al profesor, se levantó, señaló a las ventanas y gritó “¡Hay horarios en las ventanas!”. Todos miraron a las ventanas y, efectivamente, habían mosquitos. Martin estaba casi seguro de que había gritado “mosquitos”, y no “horarios”. Quizás iba drogado. El tutor dijo: “Dimito” y todo el mundo empezó a gritar y a hacer mucho ruido gratuitamente, golpeando las mesas contra el suelo y rompiendo papeles y lanzándolos por los aires. Martin cogió por la solapa de la chaqueta a una chica que pasaba por su lado corriendo, la miró a los ojos y dijo: “Calma”. La chica le gritó algo que no se podía entender y siguió corriendo por el aula gritando “¡Calma!, ¡Calma!”…

Un rato después, debido a que alguna estúpida alumna de primero había roto una ventana, no se podía volver a las habitaciones, y evidentemente no se podía salir a la calle, así que estaban atrapados una inmensa multitud de alumnos en un pasillo más bien estrecho. Amontonados, el clima seguía siendo de tensión y emoción. Un compañero de habitación de Martin le dijo: “Van a relacionar la muerte de esa vagabunda con los mosquitos y no con los videojuegos violentos” y se frotó las manos mientras sonreía mostrando sus dientes blancos y brillantes. Martin consiguió sentarse en un banco. El ruido de las conversaciones, los gritos y las diversas canciones que la gente ponía en su móvil era hipnotizante. Algunos alumnos iban sin camiseta, y otros estaban haciendo un castillo humano. Un alumno llamado Alejandro al que Martin conocía un poco tenía un ordenador mac, y estaba poniendo música por Youtube. Música reggae. Martin pisó a unos cuantos alumnos que hacían la croqueta por el suelo y llegó hasta el ordenador, y le dijo a Alejandro: “Pon un juego que se llama The Unfair Platformer” y cogió y lo puso. Mientras se cargaba le dijo a él y a todos los que estaban mirando el ordenador: “Es el juego más difícil del mundo”. Cuando empezó a sonar la conocida canción del juego, Martin se dio cuenta de que había quitado la canción anterior, y educadamente le dio al botón de “Atrás” en el navegador safari.

Horas después, Martin estaba medio durmiendo en un banco y pensando “Lo más seguro es quedarse en el instituto”, cuando alguien gritó: “¡Ha empezado la guerra!”. Unos segundos de silencio para asimilar el mensaje precedieron a un gran grito de júbilo de la multitud, que empezaron a abrazarse y a bailar. Martin no entendía porque la guerra era concebida como una bendición, como algo a celebrar. De pronto un alumno que llevaba puesto un casco de moto gritó: “¡Vamos!”. Todos bajaron una escalera mientras cantaban canciones de aficiones de futbol, y llegaron a un sótano.

Fase 1: Aventuras en el supermercado.




Martin de repente se encontraba en el supermercado Sorli Discau, en la sección de congelados, con su característico polo blanco y su pantalón corto marrón claro, y sus zapatillas converse falsas. Y no se podía encontrar en mejor compañía: Sus compañeros de curso, a los que no conocía en absoluto, Martin no solía hablar con ellos, debido a su personalidad introvertida derivada de razones que no vienen al caso. Martin, que no sabía muy bien porque estaba allí con esa gente, se percató de la presencia de su verdadero amigo Roger. Roger era un chico con un carácter de líder, con una personalidad perfectamente diferente de la de Martin, como si se trataran de polos opuestos de magnitud elevada al infinito nacidos por azar en el mismo barrio para que coincidieran en el mismo colegio e instituto. Burlas del destino.

Martin vio como su grupo se dirigía a la salida del supermercado rápidamente, y vio que tenía en la mano una bolsa de snacks “Malteesers”. Comprendió enseguida que ellos estaban robando artículos a mansalva, y pretendían salir del edificio sin abonar el precio correspondiente de los artículos que estaban hurtando. Sin saber muy bien qué hacer, se adaptó a la situación y se dirigió a la salida junto a su grupo, con la intención de robar, sin saber muy bien porque, esa bolsa de snacks de chocolate ligero. Como no conocía la estrategia a seguir, siguió a su amigo Roger, que salió junto a otros chicos por la caja, alegando que no habían comprado nada. Una de las chicas del grupo paso torpe y descaradamente por entre los detectores de seguridad de los artículos, evitando los infrarrojos, pasando ruidosamente por entre la pared y el dispositivo. Martin pensó: “Lo estáis haciendo mal.”. Para su sorpresa, el grupo se encontraba en la entrada del supermercado, justo delante de los guardias de seguridad. Se dispusieron a salir, y Martin pensó “Ahora es cuando nos pillan”. Para su sorpresa, los vigilantes les abrieron las puertas, sonrieron amablemente, e incluso hicieron una exagerada reverencia al grupo de chicos que salían. Martin se encontraba muy desconcertado y pensó que seguramente estaba drogado. A los pocos pasos de salir del supermercado se dio cuenta de que iba sin su polo y sin camiseta interior, con el torso al aire, y notó un leve pinchazo en la espalda, a la altura del hombro derecho. Se miró torciendo la cabeza y vio que su hombro derecho brillaba intermitentemente, con una luz roja y minúscula. No hace falta decir que esa rara conducta por parte de su hombro era totalmente nueva para él, y le pareció muy desconsiderado por parte del hombro. Vio que su amigo Roger también tenía una luz roja, pero en su brazo izquierdo, a la altura del codo. Roger se lo tomó a broma, divirtiéndose al hablar con su codo y pedirle que adoptara un comportamiento más discreto, y más aún en la presencia de sus amigos los árboles.

A Martin, de repente, le entró en la cabeza la obsesiva idea de llegar a su casa, pues tenía mucho sueño, y cuanto antes llegara a su casa, antes podría dormir. Martin vivía en la misma manzana que el supermercado, así que él y su luz roja echaron a correr torpemente, con el correr de un borracho, hacia su casa, sin despedirse de Roger y por descontado sin despedirse de sus otros compañeros. En ese pequeño tramo de calle que separaba el supermercado con su casa se sintió raro, pues pese a que corría a una velocidad lenta, el viento impactaba con mucha intensidad en su torso desnudo, como si estuviera cayendo por un precipicio, sin paracaídas y sin el refresco que por defecto te regalan al saltar de un precipicio. Faltaba poco para llegar a su portal, y de pronto su estómago se encogió reaccionando ante el miedo que sintió al ver como la policía giraba la esquina a lo lejos, con las luces puestas, buscando o persiguiendo a un criminal. Conocía esa sensación, presagiaba problemas, y ver la luz de la policía le hizo comprender que la luz de su espalda no era un comportamiento pueril de su hombro, sino un localizador disparado por los guardias de seguridad a traición. Pensó “Mi amistad con los desconocidos guardias de seguridad ha terminado para siempre” mientras se metía en su portal, intentando esconderse de la ley. No encontraba las llaves, y su tardanza provocó que la policía llegara a su altura, subiendo por la calle. Intentó esconder su delatora luz roja girándose en una rocambolesca postura hacia la pared, pero no tenia equilibrio, y se tambaleó. Un agente de la policía hacía rato que se había bajado del coche, con una linterna y un bisturí en la mano, para extraer el localizador, y se dirigía caminando hacia el criminal. Martin, presa del miedo, soltó la bolsa de Malteesers y miro al horizonte en un vano intento por disimular, aunque desistió de buscar las llaves, en su estado era imposible. Antes de que el policía llegara hasta donde estaba él, una chica joven, vecina suya, entró en el portal, le sonrió y hábil y rápidamente abrió la puerta y se metió en el edificio. Después de pensar que esa chica debería dedicarse a la apertura de puertas profesional, Martin permaneció inmóvil en el portal hasta que, en una persecución que parecía eterna, llegó el policía. No pudo recordar muy bien como lo esposaba, o como le extraía el localizador clavando el bisturí más de la cuenta, solo recuerda como el mundo se desvanecía mientras el policía le metía la bronca sobre porque robar es malo, y como robar videojuegos violentos provoca que la juventud asesine a vagabundas rumanas por diversión.